Es
difícil describir qué sientes cuando estás enamorada, pero cuándo ese amor va
dirigido a una ciudad resulta más extraño
todavía. Es un sentimiento que solo se puede sentir cuando estás cerca de
aquello que amas y yo amo a la ciudad que me vio renacer, que supo arroparme
cuando me estaba herida, que me enseñó a ser libre y sobre todo, por hacerme
sentir, siempre que la visito, parte de
ella.
La
primera vez que viajé a Londres fue al poco de morir mi padre. Mi madre pensó
que su perdida podía ser un poquito menos dolorosa si sus dos pequeños
corazones estuvieran emocionados por algo nuevo, así que cuidó, con el mayor
detalle, la aventura que íbamos a vivir los tres más unidos que nunca.
Mi
amor por Londres, nació como cualquier historia de amor que pudiera ser
contada, fue lo que se diría amor a primera vista. Mis ojos se quedaron prendados por su belleza
desde el cielo, desde la ventanilla del avión. Al anunciar que llegábamos a nuestro
destino, provocó en mi interior, una exaltación. Agarré con fuerza el asiento y el aterrizaje fue como si mi alma soltara su ancla oxidada para quedarse en aquel lugar lleno de vidas, tan distintas que acabaría llenando la mía. Al salir
del aeropuerto, recuerdo que miré hacía
al cielo y me llamó la atención su color, era un azul teñido de nubes grisáceas con
intención de romper a llover en cualquier momento. Así fue su manera de darme la bienvenida. Es curioso porque cada
vez que vuelvo hago el mismo ritual de bienvenida, miro al cielo y sonrío a medias porque sé que
es solo es su primera apariencia y que, cómo
siempre, acabará obsequiándome con algún día de sol ( continuará..es la hora del café)
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