Una mañana de septiembre me vi sentada en un avión con asientos verdes
y con el símbolo emblemático del país de destino. Al aterrizar, una llovizna fina nos
recibió y pensé que si el tiempo iba a ser nuestro amuleto, estábamos perdidas.
Ahora me alegro de ello porque fue lo que nos motivó a quedarnos en aquel
maravilloso pueblecito.
En cuanto nos acercamos a Waterville, el sol apareció en escena como si
diera los primeros acordes para anunciar que se acercaba el atardecer. Desde la ventanilla del coche se asomó un pequeño pueblo a
orillas de un mar, tímido y calmado, que acunaba sus olas sobre los últimos destellos de sol. El pueblo estaba acurrucado en un manto verde que le arropaba del desangelado invierno. Y ahí estábamos dos
turistas cautivadas por la flecha de un
cupido vestido de verde y con acento irlandés.
Irlanda, 2004
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